La hormiga, la vida, el vater

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La vida, la hormiga, el váter


Hay días, claro, en los que uno se levanta filosófico.


Es lo que pensé cuando me encerré en el aseo y saqué la minga para aliviar mi vejiga. Uno no se pone profundo cuando va a mear, o, al menos, no es lo habitual. Pero me vino aquel momento de dignificación moral y supuse adecuado no desaprovecharlo.

Ya me noté algo raro cuando levanté la tapa del váter. “Así es la vida”, me dije, mientras me secaba mi mano en el pantalón. “Para llegar a lo más profundo, tienes que mancharte primero”. De verdad, ustedes no me conocen, pero yo sí, y les prometo que no soy muy dado a ese tipo de reflexiones.


Lo siguiente fue ver a la hormiga intentando escapar de la taza del váter. Sorteaba con desigual fortuna pelos y gotas. Supuse que quería volver al agujerillo por el que, en una esquina del suelo, entraban y salían docenas de sus congéneres. Y me dio por pensar: “Pobrecilla. ¿Sabrá que su lucha es vana? ¿Que sus compañeras ignorarán su ausencia? ¿Que para su comunidad solo es un número y que, en caso de baja, otra la sustituirá?”


A todo esto, yo había empezado a soltar el primer chorrillo.


“¿Y qué tipo de vida llevará?... Hormiga, ¿eres feliz? Aún más, ¿conoces el concepto de felicidad?... ... ... ¿Solo puede ser feliz un humano?” Entonces cometí mi primer error. Llevado por un sentimiento de compasión, dirigí mi cálido chorro amarillento unos centímetros por encima de la posición del insecto, a fin de bajarla al agua, ahogarla y terminar con sus sufrimiento.


La vi deslizarse por las paredes blanquecinas del sanitario, como una estrella fugaz en colores invertidos. En ese segundo de descenso me sentí omnipotente; todopoderoso, justo y benévolo al mismo tiempo. “No me lo agradezcas, hormiga; solo he cumplido con mi deber”. Por unas décimas, no atisbé síntoma alguno de arrepentimiento.


La presión del chorrillo iba bajando.


La cosa cambió cuando la vi luchar por no ahogarse. Ella tenía medio cuerpo fuera, sobre la piel del agua, y se debatía entre la vida y la muerte. “Mujer, no tienes salvación. Descansa ahora en paz”. Pero su determinación, su fuerza de voluntad, o lo que fuera, me conmovieron. Profundamente.


Me di cuenta de mi error, de mi prepotencia. ¿Quién era yo para decidir sobre la vida de otro ser? Otro momento decididamente filosófico. ¿Era mi vida como ser humano más válida que la suya como invertebrado? ¿A cuántas exploraciones, relaciones sexuales y migas de pan había decidido yo, desde mi arbitrio, poner fin? ¿Y las hormigas, disfrutaban del sexo?


Llegué a pensar de qué manera me habría comportado si, en vez de encontrarme una hormiga, hubiese hallado una colorista mariquita. Hice examen de conciencia: la hubiera ayudado a salvarse. Así que descubrí que otorgaba valor a la vida en la medida que las cosas me parecieran o no más bellas. Y, sin embargo, mariquita y hormiga son insectos por igual.

Qué falta de esencia. Qué zafio. Qué racista.


Al mismo tiempo que el chorro se agotó, pronuncié una frase: “Perdóname, hormiga”.


Ahí decidí salvarla, y ése fue mi segundo error.


Busqué algo alargado y sólido, que estuviera a mano, para ayudarla a salir del pozo. Por fortuna, ya había devuelto el pájaro a su celda. Aparte de tarjetas y monedas, solo encontré el móvil. Sabía que en situaciones de vida o muerte la duda no se permite, así que me la jugué. Introduje mi móvil en el líquido de tal manera que la hormiga pudiera agarrarse. Lo hizo.


Había salvado a la hormiga.


Afloraron en mí sentimientos de ternura, responsabilidad y humanismo que creía reservado a otros. “¡Qué poco se necesita para hacer de este mundo un lugar mejor!”, pensé. “¡Cuánto bien llevamos dentro... y cuánto nos cuesta sacarlo!”. Henchido de emoción, me dispuse a devolver a mi hormiguita al suelo.


Sin embargo, ella no quería bajar. Por más que la ayudara, se aferraba al número 0.


Entonces lo comprendí.


Ella... ella se había enamorado. De mí.


Me levanté cuidadosamente y la miré de frente a los ojos, lo más cerca que pude. Vi unos ojos agradecidos e ilusionados. Yo la había salvado, y ahora debía hacerme responsable de ella...


Pero en aquel momento un mensaje hizo vibrar mi móvil: “K cño aces n l vater? Date prsa k s akban las pstiyas”. Recobré un poco de lucidez, recordé mi nombre, que las responsabilidades nunca me habían gustado, y que en la barra de la discoteca me aguardaban mis amigos y el octavo cubata de la noche.


Arrojé la puta hormiga al váter, limpié el móvil en mi camisa de seda y tiré de la cadena.