El tonto del pueblo

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El tonto del pueblo


Un asunto de índole pública me había llevado a vender mi apartamento en la ciudad. Desde hacía unos días, vivía en una humilde casa de un humilde pueblo, alejado de las malas lenguas de la urbe.


Como no tenía otra cosa que hacer, mi pasatiempo favorito era pasear. Si el sol calentaba, me gustaba pararme junto a la iglesia, en la Plaza Mayor, donde aparecían los jubilados y los parados. A los pocos días, observé que una escena se repetía. Por la zona de sombra pasaba un hombrecillo de espalda cargada, calvo, de aire huidizo. Llevaba una pequeña libreta donde iba apuntando cosas. Pero lo verdaderamente llamativo era el tratamiento que le daban los lugareños.


—¡Mírale!

—¡Ahí va!

—¡El tonto del pueblo!

—Hay que ser palurdo, pobre.

—Si nace más tonto lo expulsan al espacio.

—Porque tiene que haber de todo, que si no…


Pese a los improperios, aquel individuo no faltaba a su paseo por las zonas más concurridas del pueblo. Los festivos, incluso, se dejaba ver con más frecuencia, de tal manera que estudiantes y trabajadores también se sumaran al coro.


—¡Tontolaba!

—¡Ota, ota, ota, pedrada al calvorota!


Un día decidí seguirlo. A primera vista, no parecía más tonto que la mayoría de los vecinos del pueblo. Es más, esa libretita le daba un toque de hombre con estudios. Por eso no me sorprendió del todo cuando le vi entrar, ya a las afueras del pueblo, a la mejor casa de la zona, toda una mansión.


Lo abordé antes de que cerrara la puerta.


—Disculpe, pero no me parece usted tan tonto.

—¡Ah, es usted! El nuevo. No le habrá llegado aún la carta del Ayuntamiento.


Al parecer, el alcalde debía informar a los recién llegados sobre los usos y costumbres del pueblo. Mi interlocutor, un hombre amable y con una dicción perfecta, me invitó a un té en su hogar y me lo explicó todo.


—Llegué a este pueblo unos meses antes que usted. Verá, yo dirigía un banco hasta entonces, pero unos asuntillos de índole pública me llevaron a renunciar y a mudarme a este rincón ignoto del país. Invertí gran parte de mi indemnización en esta casa y como no me quedó más remedio que ganarme la vida de manera honrada, tuve que ponerme a trabajar.

—Ignoro su oficio, caballero.

—¡Caray¡ ¡Que soy el tonto del pueblo! El oficial, nada de imitaciones. Toque, toque.


Me ofreció su brazo. Me pareció igual que el de cualquiera.


—Cuando vi que no llegaba a fin de mes, propuse al alcalde un negocio. Como en las noticias de la tele no me estaban tratando muy bien, podíamos aprovechar esa inercia y convertirme, de manera oficial y profesionalizada, en el tonto del pueblo. ¡Quería devolver a la sociedad parte de lo que me había dado!

—¿Y esto le da para vivir?

—¿Qué se piensa, que soy tonto de verdad? No es como en los viejos tiempos, pero voy tirando. Mi nómina incluye un fijo más unos ingresos variables por insulto recibido, que voy apuntando en mi libreta. Esto último es lo verdaderamente lucrativo. ¡Algunos domingos, tras la misa, hago más caja que durante toda la semana!


Aprovechando que el tonto del pueblo se fue a buscar unas pastas, fisgoneé en su libreta. Las últimas anotaciones incluían insultos (“reptil”, “ladrón de poca monta”, “usurero”) que esa tarde, daba fe, no se le habían dedicado. Me pilló con las manos en la masa.


—¡Ah! Ya se habrá dado usted cuenta. Entre hombres de mundo, me guardará el secreto, ¿verdad? A veces necesita uno darse unos gastos extras y debe inflar la cuenta, como en los viejos tiempos. No se preocupe por el municipio, va con cargo a los impuestos autonómicos.

—Descuide, estoy acostumbrado a guardar estos secretillos.

Aquel tipo chepudo me acompañó a la puerta con amabilidad. Cuando ya me había estrechado la mano, sacó su libreta.

—Por cierto, ¿tendría la amabilidad de insultarme ahora mismo? Los improperios cara a cara se cobran al doble.


Le dediqué un insulto suave. Quisiera o no aún estaba en su casa.


Salí corriendo hacia el despacho del alcalde. Le hice una oferta para ser el nuevo tonto del pueblo, rebajando mi minuta a la mitad que la del ex banquero. Sin embargo, me despidió sin apenas valorar mi proposición. Dijo que los ex políticos provocábamos menor cohesión popular y que la inversión en ese servicio social no podía caer en saco roto.


Ese campesino arribista no iba a engañar a alguien de mi experiencia: estaba untado por el ex banquero. ¡Y es que ya ni en los pueblos puede uno depurar su alma!