El queso

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El queso


Entro en la quesería de mi nuevo barrio. Es estupenda: ¡huele a queso! Del viejo, del muy curado, del nuevo, del cremoso… Una suerte que esté tan cerca de casa. Me gastaré aquí los últimos céntimos de la paga extra.


—Buenos días. ¿Qué de-sea? ¿Que-sear, no es verdad? —me dice con arte el tendero, un hombre redondo, amarillento y sudoroso: como un queso mantecoso.

—Buenos días —le respondo con cortesía, cortesía de marqués de Roquefort—. Deseo un buen queso. ¡Un queso que haga especial cualquier comida!

—Mmhhhh… ¿Le parece bien éste? Es redondo, hermoso, jugoso… ¡La estrella de las mejores mesas!


Me enseña un magnífico ejemplar de queso, ni muy suave ni muy curado, ni muy seco ni muy lechoso, ni muy amarillo ni muy blanquecino. ¡Es estupendo! Caro, pero seductor. Mi nuevo tendero sabe conquistar a un cliente.


—Venga, pues. ¡Póngame medio queso de ése!


El quesero me observa entornando los ojos. Enarca las cejas, agarra un enorme cuchillo cortaquesos y se dispone a darle razón de ser. Antes, me mira de nuevo, esta vez de medio perfil. Parece consternado.


—¿Qué prefiere? ¿La mitad Norte o la mitad Sur?

—¿Disculpe? —ahora soy yo quien sube las cejas.

—¿La mitad Norte —y señala el hemiciclo más cercano a mí— o la mitad Sur?— y esta vez puntea el que está de su lado.


Desde luego, he encontrado una tienda muy selecta. ¡No sabía que importara tanto la orientación del queso! Claro, los clientes habituales deben de ser expertos. Por eso el tendero se muestra algo irritado. Sí, desde luego, es una quesería de primera.


—Pues… —por el miedo a quedar en evidencia, no sé qué decir—, lo que usted me recomiende, caballero.

—¡En ningún caso puedo elegir por usted! —exclama, con un punto de ofensa— ¡Y menos en algo tan personal como la mitad Norte o la mitad Sur!

—¡Uuuff! Venga. Que sea la mitad Norte. ¡Decidido! —y muestro una sonrisa de oreja a oreja, sin saber muy bien el porqué.

—Vaya. La mitad Norte… —el quesero lanza a mis espaldas una media sonrisa irónica; la dedica a otro cliente que acaba de entrar—. Debí haberlo supuesto.

—Yo, solo con escucharle hablar —dice el recién llegado, un anciano de piel lechosa—, ya me lo imaginé. El típico joven que pide la mitad Norte. No cambiarán nunca.

—¡Está bien! Si lo suyo es escoger la mitad Sur, cambiaré a la mitad Sur. No hay problema. Solo necesito tiempo para aprender. ¡Estoy empezando!


El tendero menea la cabeza en signo de negación. A la vez, me mira con condescendencia.


—No. Imposible. Una vez escogida la mitad Norte, no se puede cambiar. Va contra las Reglas de la Quesería.

—Escuche, joven, usted no puede ir riéndose de las reglas así como así. Debería haberlo aprendido ya… ¡Qué tiempos estos! —el anciano se dirige a mí con notable enfado, señalándome, incluso, con su bastón.


Se me ocurre una idea brillante, que a la vez puede sacarme del embrollo y elevar la percepción que de mí tienen los dos hombres.


—¡De acuerdo! Que sea la mitad Este. ¡Corte la mitad Este para mí! —y saco a relucir la más confiada de mis sonrisas.

—¿La mitad Este? Ay, amigo… ¡La mitad Este! Si supiera lo que ha dicho…

—Pero, ¿puede o no puede ser? Creo que es la adecuada para mí.

—Por poder… podría ser. No va contra ninguna de las Reglas de la Quesería, pero…

—¿Pero?

—Pero le costará el doble.

—¿Perdón? ¿Me cobrará por medio queso lo que vale uno entero?

—Hombre, ¡es la mitad Este! —y abre los brazos, cortando el aire con el cuchillo.

—Pero, discúlpeme, creo que sigue siendo medio queso…

—Oiga, es usted un hombre joven, seguro que entra a Internet. Creo que ya sabrá por qué la parte Este es más cara. ¡No se haga el tonto! —la cara mantecosa del quesero se vuelve, por momentos, más y más curada.

—Le prometo que en ningún momento he dudado de su…

—¡Por favor! —su piel suda como el queso graso—. La mitad Este tiene todas las virtudes de la mitad Norte, todas las de la mitad Sur y ninguno de sus inconvenientes. ¿Y todavía quiere usted que le cobre lo mismo que por la mitad Norte?

—Escuche, jovencito, si usted no sabe por qué la mitad Este vale el doble, váyase al cuerno y no me haga perder el tiempo. ¡Necesito ir a por mis pastillas ya! —bufa el viejo, que se va agriando, como un queso sin curar.


Pienso en preguntar por la mitad Oeste, pero mi desconocimiento de las Reglas de la Quesería y el mango del bastón sobre mi hombro me lo desaconsejan.


—¿Y bien? —el quesero pone los brazos en jarra— Ya ha escuchado al señor, tiene prisa. ¿Qué será?


Resoplo.


—Que sea el queso entero.


El experto en quesos esboza una gran sonrisa.


—Sabia elección, joven. ¿Lo desea en lonchas?